Estaba de guardia en la UCI. Como todas las noches, el jefe se había ido a eso de las 9 de la noche luego de sus largas jornadas que empezaban entre 10 y 11 de la mañana, aunque la verdad es que no paraba aun estando en su casa, porque se encargaba de que lo tuviéramos permanentemente al tanto del mínimo detalle de cada paciente. Era parte de la razón de su éxito y el de la UCI como la mejor del país.
Como era habitual teníamos un paciente extremadamente grave que ya llevaba en la unidad un mes. De edad avanzada, estaba en falla de múltiples órganos como consecuencia de un shock hemorrágico producto de un aneurisma aórtico abdominal accidentado. Para contarlo de manera breve, la historia incluía la indecisión del cirujano, quien luego de clipar la aorta rápidamente y con solvencia, le pareció, o eso nos contaron, que quizás la pinza no había quedado bien colocada y optó por recolocarla. La catástrofe quirúrgica que siguió fue el factor cataclísmico cuya detonación nos trajo al campo de batalla en el que luchábamos las últimas 4 semanas del que no teníamos esperanza de salir. Eso nos lo dejaba claro. Eso y el número de bombas, vías, sondas, catéteres, y drogas que soportaban frágilmente la vida del hombre.
Como a la una de la mañana recibí la llamada a UCI 1 donde el enfermero a cargo me esperaba con la noticia. Nuestro paciente había dejado de responder al soporte inotrópico y vasoactivo, caído en la espiral refractaria y la asistolia había sobrevenido por fin. No hubo maniobras, no había razón. Ahora venía la desagradable e impostergable tarea de avisarle a la familia.
Luego de comprobar plenamente el fallecimiento salí a la sala de espera de la UCI y les pedí a la esposa, una mujer de unos 60 años, de estatura más bien pequeña, fuerte sin embargo, y de mirada estricta, y a su hija, más alta, morena, de unos 35 años, sin embargo algo ordinaria, que pasaran a la sala de trabajo donde les dí la desagradable noticia. Su familiar había sucumbido pese a todos los esfuerzos que veníamos haciendo para mantenerlo con vida.
La corta reacción de perplejidad fue seguida sin intervalo apreciable por una explosión inesperada. No la vi venir, pero el desarrollo de la reclamación plañidera por no avisar fue una tormenta de gritos, empujones, puños a mi pecho y reclamo recurrente de mi falta de sensibilidad al no permitir inadvertidamente que pudieran llevar a cabo el ritual de preparación del agonizante para la muerte. Un torbellino violento invadió la UCI, e incluso incluyó el pobre paquetico de 50 gramos de galletas de soda que, solitario, quedaba sobre mi mesa de trabajo con su contenido totalmente triturado por los repetidos manotazos.
La hija revolvía su bolso una y otra vez buscando no se qué cosa, pero yo imaginaba que en cualquier momento surgiría su mano empuñando una pistola. Al final no sacó nada, o quizás unos pañuelos. No recuerdo. El caso es que no se calmaron, lo que me obligó a llamar al jefe y al cirujano para que vinieran a resolver el embrollo, y por recomendación de mis compañeros desaparecí por un rato de la UCI.
Al día siguiente, final de la guardia, salí del hospital con cautela. Me asomé en la puerta mirando a todos lados.
La hija llevaba un vestido blanco con franjas horizontales entre doradas y marrones, con flequillos, ordinario y vulgar. Al menos yo lo veía así, aunque tendría que haberlo visto azul y negro ¿no?
Así que hace ya 20 años tuve mi experiencia cromática con #theDress.
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