Las alcabalas en la carretera del llano

Un autobús de una de las compañías cuyo nombre comenzaba con «Expresos» partió hacia la carretera del llano desde el terminal de San Cristóbal. Eran las 8 o 9 pm de cualquier día de semana. Es una noche fresca del año 1985. La mayoría de los pasajeros llegó al terminal de La Concordia, muy moderno y organizado aunque un poco sucio, una hora antes de la salida programada, tal como se recomendaba convenientemente. Era la forma de partir de manera puntual, pero también de hacerse con el mejor puesto en cabina. Aunque el billete se adquiría con anticipación, la previsión de las compañías no alcanzaba a vender los asientos numerados o a hacer reservas.

Expresos occidente por la carretera del llano
Un autobús de Expresos Occidente de los años 80

Descenso continuo pero muy suave por la carretera del llano hacia El Piñal, luego La Pedrera y después Abejales. Dejamos Los Andes por el piedemonte que discurre desde Santo Domingo para entrar en las llanuras de Venezuela, de las que no saldremos hasta recorrer 700 kilómetros. Enfilamos hacia Barinas a la que arribaremos luego de 4 horas de viaje. De ahí cada hora una ciudad tras otra: Guanare, Acarigua, San Carlos, Valencia y Maracay, con alguna parada en las dos últimas según el gusto o el negocio que tengan los conductores o la línea con el área de servicio.

El calor es soportable mientras no llueva, porque los afortunados de los asientos de ventana podrán abrir una rendija de los grandes paneles corredizos, lo que permitirá la entrada «controlada» del chorro de aire que produce la velocidad del autobús. Así se ventilará la gran cabina que resguarda a los sudorosos pasajeros. No tenemos aire acondicionado, o si lo hay, el chofer no lo encenderá ni por su propio confort. Es parte del paquete de «servicios» de los Expresos de larga distancia. Si abrimos mucho la ventana, el viento será insoportable, hará algo de frío y no se podrá dormir. Si se cierran totalmente las rendijas, entonces el calor será tan molesto como el viento. Si llueve ya no habrá remedio.

En Venezuela no había autopistas excepto a escasos kilómetros de Caracas, en el último tramo del viaje. La carretera hasta el llano era sinuosa, sin iluminación, atravesaba algunas poblaciones, pero en las más grandes pasaba de manera tangencial o simplemente las evitaba. Ya en el llano disponía de largas rectas que permitían mantener una buena velocidad. La carretera del llano es una vía de doble sentido con hombrillo que en algunas zonas, sobre todo en el llano, es conocida como la carretera negra, no por peligrosa ni porque escondiera alguna historia oscura, que también, sino por su pavimento de asfalto.

Alguno llevaba una pequeña almohada, otro iba con una manta y algún abrigo, pero la mayoría solo pensaba en dormir, tanto para hacer corto el viaje de 12 horas como para sobrellevar la incomodidad de una misma posición todo el viaje.

Ya estamos por Abejales así que aquí viene la primera acabala de la Guardia Nacional. En La Pedrera no nos pararon – ¡qué raro! -, pero pasando Abejales y el río Caparo está Punta de Piedra, que es el pueblo que marca la entrada al Estado Barinas. Parece más bien la entrada a Venezuela, porque es donde detienen los autobuses que vienen de «la frontera» para hacer la primera revisión del viaje.

Puesto Punta de Piedra en la carretera del llano
Puesto de Punta de Piedra

Un guardia nacional sube al autobús y empieza a solicitar a cada pasajero su cédula de identidad. No importa mucho a esta hora porque aún nadie duerme. Son apenas las 10 de la noche. Recorre todo el pasillo entre los asientos con una linterna, aunque las luces interiores están encendidas, y va preguntando a cada uno quién es, el destino y ¿»a qué va»?. Por suerte ninguno tiene cara de delincuente, según la particular visión del guardia, o de mula del narcotráfico o está en su álbum mental de perseguidos y buscados.

Por fin baja del autobús y luego de una conversación con los conductores permite continuar el viaje. Otra vez intentamos conciliar el sueño, pero cayendo en ese estado de somnolencia-estupor-sueño profundo oscilante. El ronroneo del motor y el rumor del corte del viento hendido por el propio autobús ayudan a entrar en el sopor.

A medianoche legamos a Barinas. Bajamos del autobús para comer o beber algo. A la salida de Barinas los kilómetros van cayendo y el sueño va adueñándose de los pasajeros. Algunos no llegan a dormirse cuando nos detienen en una alcabala: «Buenas noches, señores pasajeros, por favor bajar del bus con la cédula en mano y hacer una fila afuera. Vayan haciendo una fila de hombres y una fila de mujeres». Un guardia nacional había subido al autobús y desde la parte de adelante se dirigía al pasaje.

La acústica de estos vehículos es realmente particular. El sonido se apaga a los pocos metros cuando se emite a la altura de un individuo que está de pie, pero si está sentado un individuo ruidoso puede fastidiar a todos los pasajeros. Así que los de atrás no entendían mucho qué pasaba. Sorprendidos y aturdidos, empezamos a bajar. Algunos aún dormidos fueron despertados por los guardias que abordaron detrás del primero. Sólo se respetó a los niños que ya dormían. Era medianoche.

Estábamos en una gran zona de aparcamiento a la vera de la carretera, al lado o detrás de la alcabala de Los Pinos. En fila nos conminaron con cierta agresividad a sacar las maletas del maletero del autobús y llevarlas a la caseta de la alcabala, donde había una mesa al aire libre. En ella había que abrir maleta por maleta, cuyo contenido fue revuelto por el guardia. Suponemos que buscan droga o contrabando. Venimos de la frontera – bueno, a una hora de la frontera – y todos somos sospechosos.

Luego de ese largo rato en el que no hubo mayores incidentes, con la excepción de desembarcar a los 50 pasajeros de un autobús en medio de la noche y en medio del llano para requisarlos, seguimos camino. El chofer aceleraba a ratos, muchos intentábamos dormir, el viento otra vez entraba por las ventanas y había que regular su apertura para conseguir el equilibrio entre la fuerza y el frescor. Las luces de los coches que venían por la carretera tampoco ayudaban mucho a los que querían dormir.

De todas maneras, estar despierto era una buena manera de vigilar que el autobús no fuera tan rápido. Los audaces choferes superaban los límites de velocidad de 80 km/h para recuperar el tiempo perdido. Esos autobuses iban a 100 o 120 km por hora en cuanto podían.

Dos horas de camino. Seguimos transitando la carretera del llano. Ya todos o casi todos dormidos otra vez, aunque nos habíamos despertado al pasar por Guanare. Afortunadamente este autobús no entró a Acarigua ni tuvo que dejar a nadie en la entrada de esa ciudad. Otra vez a «velocidad de crucero». Podemos dormir, pero súbitamente la velocidad empezó a disminuir y volvimos a parar. Un rato detenidos. Se trata de otra alcabala. No sabemos cómo se llama. Parece que los guardias están hablando con el chofer quien bajó del vehículo hace un momento. La puerta del autobús está abierta y los que podemos miramos por las ventanas. De pronto aparece otro guardia nacional quien nos pide las cédulas, ya con las luces interiores encendidas.

Despiertan a los que todavía siguen dormidos. Bien armados, nos invitan a bajar. Otra vez el «hagan dos filas: una de hombres y una de mujeres, cédula en mano». Lentamente, como refugiados o sospechosos, vamos pasando delante de los guardias que miran con detenimiento los carnets, escudriñan la fotografía y preguntan el nombre y el número. Miran al portador y le entregan con reticencia el documento.

Otra vez debemos descargar las maletas del autobús. Esta vez las mesas están cerca del bus, pero el procedimiento es el mismo. «Ciudadano, abra la maleta». Era lo único a lo que teníamos acceso. Lo demás lo hacía el guardia, revolver y manosear todo el contenido. Luego nos permitía cerrar la maleta y volver a cargarla en el maletero del bus. Ahí en medio del llano a mitad de camino. Aún faltaban 6 horas así que puede haber otra alcabala más adelante.

La soledad y el desamparo de casi 60 personas en un puesto policial a kilómetros de todo. Todo el poder en manos de individuos con uniforme. Algunos recién reclutados dirigidos por un superior joven, medio castigado por estar destacado en una alcabala en medio de la nada y no en la frontera, donde se mueve el dinero.

Por venir de la frontera, por ser gochos, por viajar por carretera, por no tener dinero para pagar un billete de avión, el viaje a la capital se convirtió en una tortura de baja intensidad. Es un castigo por pretender aproximarse a la metrópoli. Todos asumen la humillación sin queja. Todos explican y justifican la situación. Todos acceden. Hacer otra cosa es alterar el orden y asegurarse una estancia en un calabozo, o por lo menos prolongar la parada por el lapso que le de la gana a «mi sargento» o a «mi teniente».

Todos los autobuses de pasajeros, todas las noches, todas las madrugadas, a las 12, a las 2, a las 4, eran detenidos en esos puestos. Detenidos para revisar, requisar, detener o dar la correspondiente mordida a los que hacían la travesía de casi mil kilómetros hasta Caracas.

Éramos culpables. No había presunción de nada, excepto de que éramos contrabandistas, narcotraficantes o indocumentados. Delincuentes que tenían que mostrar que no lo eran dos, tres y hasta cuatro veces en una misma noche.

 

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